A veces, sin darnos cuenta y pretendiendo que jamás pasó, olvidamos que alguna vez fuimos niños. Yo vivo entre recuerdos, y entonces pasan por mi cabeza, de vez en cuando, los días jugando con mis amigos, que sólo terminaban cuando mi mamá asomaba la cabeza por la ventana gritando que la comida estaba lista, o la mañana en la que mi bicicleta se quedó sin manubrio y me di un duro golpe, incluso a veces recuerdo una noche en la que una gran explosión nos despertó a mi hermanito y a mí, pues una cuadras más abajo, en el parque Lleras, habían puesto un carro bomba, pero nadie nos explicaba nada, ¿cómo sentí o pensé aquella noche? Recordamos los juegos, las amistades e incluso los días tristes, pero los vemos ya con mente de adultos, de jóvenes, de viejos, y no recordamos lo confuso que es ser niño, cuántas dudas, cuántos asuntos que los adultos se niegan a explicar, cuántas preguntas sobre el mundo, la maldad, la generosidad, la igualdad. Todo esto es lo que tanto logra sorprenderme de “El niño con el pijama de rayas”. Comenzar a leerlo e introducirme entre sus páginas fue como volver a entender como un niño piensa, como un niño ve la realidad, la guerra, la familia. El autor, John Boyne, capaz de introducirse en el modo de pensar de un niño de ocho años, escogió uno de temas que, incluso aún, causan mayor dolor en la humanidad; el nazismo y los campos de concentración. Es curioso que siempre habíamos estado viendo la historia desde los ojos de los judíos, la mayoría de películas, como La Vida es Bella o El Pianista, nos mostraban la realidad desde las víctimas, pero John Boyne se pone a la tarea de hacerlo no sólo desde la cabeza del hijo de un importante Coronel Nazi, sino que logra mostrarnos a la perfección la confusión de Bruno, que antes que Nazi es niño, incapaz de ver a su propio padre como alguien malo, pero con inquietudes sobre los hechos que lo rodean, como que su padre no detenga a aquel soldado cuando le comienza a pegar al judío que pela las papás y ayuda en las comidas, el mismo que un día, muy amablemente, le curó su rodilla, o cuando le duele que le peguen a su amiguito, pero sabiendo al mismo tiempo que ellos no se supone que deberían ser amigos, sin saber bien por qué. Aunque a la película le falta mucho en el aspecto de meternos en la cabeza de Bruno, si logra mostrarnos como este chiquito no entiende por qué llaman a los judíos malos e incluso dicen que no son personas, cuando su amiguito es tan sólo un ser humano que sonríe, que le gusta jugar y que, aunque a veces está triste y sucio, es un muy buen amigo, incluso mejor que Martín, Daniel y Karl. El final me dolió en el alma, mi hermanito pequeño estaba sentado a mi lado y se asustó por la manera en la que empecé a temblar e incluso manifestó que no leería un libro en su vida si eran así de terribles como mi cara, pero es que ver morir a dos niños, dos mentes inocentes que a la guerra no han aportado nada, duele. Pero mueren como iguales, como dos amigos cogidos de la mano, como dos razas que se supone que se odian. Ellos, vestidos iguales, se saben iguales y es que al final, dejando todas las bobadas que se cruzan por la mente de la humanidad, SON IGUALES.